Después de muchos años regresé a mi tierra natal. En una misa me tocó la graduación de un grupo mixto de bachillerato. De un lado estaban los varones, vestidos con sus trajes oscuros hasta las muñecas y los talones. Pero del otro lado, me extrañó que las mujeres, con sus vestidos largos y elegantes, dejaran tan descubiertos sus torsos… Recordaba que de niños no nos dejaban entrar en el templo en ropa ligera. ¿Qué había pasado al cabo de los años? Afortunadamente, al final de la misa el sacerdote reprendió a las muchachas con delicadeza y claridad.
En otra ocasión, recuerdo una misa dominical de confirmaciones en una capilla rural de Venezuela. Esperábamos al obispo. Mientras tanto una de las monjitas catequistas buscaba deprisa algunos suéteres: quería cubrir a un par de niñas adolescentes, pues no estaban tan decentes para la misa con el obispo.
Y hace poco escuchaba el testimonio de un sacerdote: se sorprendió al encontrar en el templo a unas chicas indecentemente vestidas. No les dijo nada y rezó por ellas. Pronto llegaron unos chicos que les empezaron a lanzar piropos vulgares. Una de las chicas se volteó muy enojada: «¿Acaso piensan que soy una chica fácil?». Y le respondieron: «Pues mira la forma en que vas vestida… Estás dando a entender que sí».
Belleza de la mujer
Podrían ser más las anécdotas que denotan la disminución del pudor en el vestido. Es un fenómeno muy extendido que también afecta a nuestras mujeres católicas. Entiendo que no necesariamente hay mala voluntad. Sé que también afecta a los hombres en relación con las mujeres, pero normalmente es mayor el impacto visual que la anatomía femenina ejerce sobre la psicología masculina.
Es natural que las mujeres quieran sacar a relucir la belleza con que Dios las ha dotado, sobre todo las que se encuentran en la flor de la edad. En aras de un falso pudor no se les puede pedir que sacrifiquen el encanto de su femineidad. Pueden lucir perfectamente bellas, arregladas y elegantes, sin caer en la indecencia. Atractivas sí, provocativas no. Para ello creo que hay que distinguir las maneras y tener en cuenta algunos límites.
Sin duda que en las ceremonias y templos religiosos se debe tener especial cuidado. Ya desde el Nuevo Testamento, san Pablo advertía sobre el comportamiento en las asambleas:
«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones; de igual modo, las mujeres convenientemente vestidas, arregladas con decencia y modestia; no con peinados de trenzas y oro o perlas, ni con ropa costosa, sino como conviene a mujeres que profesan la piedad mediante las buenas obras» (1 Timoteo, 2, 8-10).
Pistas del Catecismo
Sobre el vestido no se trata de dar normas concretas o de establecer una especie de catálogo de prendas prohibidas. Tampoco se trata de imponer medidas de tela o límites anatómicos. Eso sería un formalismo artificial que no ayudaría. El Catecismo de la Iglesia Católica nos da las siguientes pistas:
«La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas» (n. 2521).
«El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción» (n. 2522).
«Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre» (n. 2524).
En estos párrafos podemos destacar los valores sumamente positivos que custodia el pudor: la intimidad, el misterio y el amor de las personas, la correcta relación entre el hombre y la mujer, nuestra dignidad espiritual, entre otros. Este último valor también toca nuestros cuerpos, que son parte constitutiva de nuestra persona. El ser humano, con su cuerpo concreto y sexuado, ha sido creado por Dios y redimido por Jesucristo; es templo del Espíritu Santo (cf. 1 Corintios 6, 19) y está destinado a la resurrección y a la gloria del cielo. Por eso, nuestro cuerpo es algo tan sagrado que no puede tratarse ni exhibirse de cualquier manera.
Mutuo respeto entre hombres y mujeres
En las relaciones entre hombres y mujeres, el pudor entraña una actitud mutua de respeto. En cuanto al pudor de la vista, Jesucristo nos trazó un horizonte que va al fondo de las actitudes: «Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mateo 5, 27-28). Estas palabras también conciernen a la mujer, pero más directamente al hombre, como san Juan Pablo II comentaba:
«Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquella que le ha sido confiada como hermana en la humanidad común, como esposa, no se ha convertido en objeto de adulterio en su corazón; ha de ver si la que, por razones diversas, es el co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido para él en un “objeto”: objeto de placer, de explotación» (Carta apostólica Mulieris dignitatem sobre la dignidad de la mujer, n. 14).
Guarda del corazón y formas externas
Por tanto, es primordial la guarda del corazón en esta virtud del pudor como en todas las exigencias de la vida cristiana. Las formas externas de nada sirven sin una auténtica espiritualidad que nazca del corazón. No obstante, también hay que cuidar las formas externas. Recordemos la tercera anécdota del principio: aquella chica no se creía fácil, pero lo parecía por su forma de vestir. Aquí se puede aplicar el consejo popular: «No hagas cosas buenas que parezcan malas». Tal vez la chica quería sentirse atractiva, algo que está bien, pero no lo estaba haciendo del modo adecuado y por eso provocó la lujuria de los muchachos.
Obviamente la exigencia del pudor es para todos, hombres y mujeres, y en todos los aspectos: miradas, gestos, palabras, ropa, intenciones del corazón… Un hombre que se topa con una mujer provocativa, no tiene que aprovecharse para explotarla con la mirada. Y una mujer que se viste con poco recato, no espere que todos los hombres la miren con limpieza y respeto. Las exigencias, reitero, son recíprocas, pero cada quien es responsable sobre todo de sí mismo.
A contracorriente de la moda
Cierto que no es fácil ir contracorriente en un mundo cada vez más permisivo en sus costumbres. Hace poco conversaba con una señora y le confiaba que no entendía por qué muchas mujeres usan ropa tan adherente que resalta provocativamente su silueta. Ella me explicaba que era por la moda, que fabrica así de ajustada la ropa. Ella misma, sin ser rolliza, tenía que comprar tallas más grandes para guardar el recato y librarse de la tiranía de la moda.
En fin, cada quien tiene que discernir qué es lo más adecuado, sin tener por qué ceñirse a las exigencias de la moda. Los católicos, en principio, buscamos exigencias más altas, sin despreciar tampoco lo bueno que puede haber en el mundo. Valga la siguiente constatación del Papa Francisco y una exhortación de san Pablo que no deja de ser actual:
«Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros» (Papa Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia, n. 282).
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Carta a los Romanos 12, 1-2).
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